jueves, 15 de marzo de 2018

El matadero como templo expiatorio en homenaje a una de nuestras fuentes de vida.



La arquitectura del agradecimiento: los mataderos, obras de arte.

Desde que me detuve ante la fachada del matadero de Tortosa, enamorado de la arquitectura modernista que había alojado el cruento sacrificio de los animales que nos han facilitado durante tantos siglos la salud, no he dejado de preguntarme sobre el porqué de esa tendencia arquitectónica a revestir el acto sacrificial con  un  continente artístico tan exquisito.
Es evidente, me parece, que se trata de un homenaje merecido a una de nuestras principales fuentes de vida, un cordial agradecimiento erigido con la delicadeza compasiva con que el verdugo suele ahorrar sufrimiento  a las víctimas, aunque los métodos sacrificiales solo hayan mejorado en cuanto al ahorro de sufrimiento en las víctimas desde hace relativamente poco. La exquisitez del diseño de tales edificios, a medio camino entre lo industrial y lo ornamental tiene que ver, imagino, con la necesidad de plasmar el insólito contraste entre el acto sanguinario y la concepción artística del edificio que lo alberga, de modo que se viera a través de él una suerte de celebración solemne del último trance, acogido entre muros que no lo celebran, sino que lo acogen, con respeto e incluso con devoción.
Es un rito, no hay duda. Y no se busca un lugar apartado y oscuro, donde perpetrar una profanación, sino un edificio estilizado y hermoso donde se verifique la ceremonia de la necesidad y de donde salga, con todas las garantías de salubridad, el producto hacia los mercados -¡ágoras selectos de la socialización!- para acabar, posteriormente, en los estómagos de la población agradecida. Contraste, esa es la ley humana básica que opera desde los albores de la humanidad. Y cuando se acentúa de la manera que lo hace en los mataderos, hemos de reconocer en tal realidad una muestra exquisita de nuestra más noble condición.
Arropar arquitectónicamente el sacrificio de las reses y otros animales con tantas galas airosas, en las que predomina el uso del ladrillo, ¡la arcilla!, elemental y metáfora de nosotros mismos…, dice mucho de nuestra condición y de los progresos morales e la especie. Prueba de la intencionalidad reverencial de esos templos de diseños humanistas es que, cumplida su labor y superado su espacio por las exigencias  higiénicas del proceso de las carnes, es que han sido destinados, en buen número de casos, a templos de la cultura, a albergue acogedor de la expresión artística en sus muy variadas facetas, cuando no se han reconvertido en hiperalmacenes del saber escrito y audiovisual, bibliotecas y mediatecas que acogen la doble sed de conocimiento y de diversión que nos aqueja a los humanos.
Si repasamos lentamente las arquitecturas de esos templos, advertimos enseguida el mimo exquisito con que los arquitectos que los diseñaron se preocuparon por  que la luz tuviera matices de catedral en el interior de las naves, o la profusión de arcos, con la solemnidad clásica de los mismos. A mí me impresiona, sin embargo, la imagen de la ruina de ese matadero argentino erguido en la nada y desafiando con su desvencijado cuerpo, atravesado de las inmisericordes heridas del tiempo y del olvido, la memoria de quienes lo animaron: animales y humanos.
Si hoy son bibliotecas, ese solemne edificio impresiona como las ruinas de las grandes salas de cine en el Detroit fantasmal de la poscrisis, los restos varados en tierra de nadie de lo que fue una pujante ciudad industrial. Sí, los mataderos han sido templos y lo siguen siendo: cambian los materiales de construcción; permanece la devoción, la compasión y el agradecimiento.