viernes, 2 de febrero de 2018

Viajar, ver, y meditar.

Distancia, estancia y prestancia...


Desde 600 kilómetros, en la fera ferotge del nacionalismo catalán, aún se ven más minúsculas las totalitarias esperanzas de quienes aspiran a mandar sin otro control que una posible constitución cortada a la medida de las aspiraciones uniformizadoras de quienes limitan sus expectativas políticas con el odio, el afán de imposición y la arrogancia de quienes se creen superiores y poco menos que un pueblo escogido. Madrid es una metrópolis que, comparada con la capital del Principado, impresiona lo suyo. Desde allí, todo lo nuestro de acá se ve como empequeñecido, como si de Villar del Río se tratara. Las soflamas sobre el gobierno de "los mejores", sobre la superioridad innata de "lo catalán" respecto de los pobres "aldeanos" del resto de la península resultan no sólo patéticas, sino propias de un sainete de los que escribía Silvia del Río, referencia ésta que pocos nacionalistas de esos setciències de aldea como el alcalde de San Vicenç dels Horts sabrán descifrar sin mucho apoyo documental de Google. Desde la cutre capital del Reino, con una estética municipal que tira de espaldas, unas calles llenas de socavones, casi como en los años sesenta, prueba magnífica de la tradición secular de la incuria municipal, aún destaca con mayor intensidad la amanerada gesticulación estética de quienes se consideran el ombligo del mundo desde su insignificancia política y su declive económico, alentado por sus políticas de segregación lingüística y política. Desde el Museo del Prado, desde el gigantismo del complejo Ferial Juan Carlos I, desde la cordialidad hospitalaria a la que se han rendido todos los aguerridos emisarios nacionalistas que han pisado sus calles, desde la Rahola hasta el Ridao; desde el Thyssen y el Princesa Sofía, desde Els Joglars, desde el turismo masivo que escoge una de las principales ofertas pluridisciplinares del país, y, sobre todo, desde las torrijas, invento soberbio con el que apenas pueden competir los panellets; desde toda esta distancia y estas realidades, ¡qué insignificantes se ven las arrogancias catalanas separatistas, qué pobre su promesa de futuro independiente, qué sosa su uniformidad al son del flabiol! ¡Deberíamos trasladar Cataluña 600 kilómetros para oxigenarla y devolverla, después, remozada y con nueva savia, a su lugar original!  

2 comentarios:

  1. Me ha gustado tu post escrito al hilo de un viaje a Madrid desde el que has conteplado la encarnación narcisista de esta Cataluña que algún día consideré seria e interesante. El que mejor define a los catalenes es propiamente un catalán, el mejor prosista del siglo XX, Josep Pla. Los considera quejicas y llorones, siempre descontentos, al borde de la rebelión y pródigos en cobardía y desfallecimiento. Las palabras de Pla son mucho más elocuentes que mi pálido remedo. No cabe duda de que esa parte irredenta del pueblo catalán que hace sahumerios con los lazos amarillos está gravemente enferma del ánimo. Están hundiendo Cataluña, ellos que la aman tanto. Es incomprensible que puedan caer en hechizos tan ridículos como los que están cayendo. Un día consideré que eran serios pero ahora los veo patéticos y grotescos. De lo que sí estoy convencido es que los españoles en su conjunto, incluidos los catalanes es una sociedad con complejo de inferioridad y llena de veneno, desdén y miseria. Solo hay que observar las redes sociales y considerar las voces que proliferan. España es un país en que nos amamos en mucha menor medida que nos odiamos. Ser español -y los catalanes son expresión idéntica de los males de la tribu- es un duro ejercicio.

    Acabo de volver de un país en que la sociedad se estima a sí misma, está orgullosa de su pasado y sus circunstancias, son solidarios unos con otros y son felices en su realidad. ¡Qué envidia me producen los países reconciliados consigo mismos! Me refiero en este caso a Islandia, el país más feliz (y caro) del mundo. Por contra, estuve recientemente en Rusia y pude observar a una sociedad terriblemente compleja que se odia con tanta saña como los españoles. En otro sentido Rainer Maria Rilke conectaba su sentimiento de Rusia con España por su misticismo. Pero ¿queda algo de misticismo en España? ¡Qué tristeza profunda me produce ser español, amar ser español y sentir el dolor que conlleva ser solidario con su historia, su literatura, su idiosincrasia, sus contradicciones!

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  2. Tan penoso es el estar encantados de conocerse como el aborrecerse sin medida, aunque me temo que estoy invalidado para juzgar los sentimientos colectivos, que me son tan ajenos, o dicho de otro modo, que los comparto todos, porque mi capacidad empática es infinita, lo mismo que mi desdén por la vulgaridad. En ningún sitio he vivido tanto tiempo seguido como en Cataluña, y aquí han nacido mis hijos, esos catalanes a quienes los catalibanes consideran poco menos que "enemigos" de su tribu, luego no hablemos de lo que deben de pensar de mí, aunque es probable que haya escrito más página en catalán, públicamente, que el 90% de ellos, eso sí. En fin, las miserias humanas nunca me han sido ajenas y desde bien pequeño he tenido una especie de radar especial para detectarlas, lo que no quiere decir que siempre haya podido evitarlas, ni en mí mismo, por supuesto. Somos con lo que cargamos, pero el peso de la indignidad que soportan ahora mismo quienes han entrado en un bucle de irracionalidad total acabará por hundirlos en la Caína...

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