martes, 20 de diciembre de 2016

La nueva y vieja comedia eterna: "Art", de Yasmina Reza.



Las flaquezas de la amistad; las fortalezas del rencor: Art, de Yasmina Reza, por primera vez en catalán en Barcelona. 

Tener el teatro a dos manzanas, a la misma distancia que el cine en versión original, lo hace a uno, definitivamente, hombre de barrio, lo que me recuerda que le debo a ese concepto, tan arraigado en la vida vecinal de la Barcelona del noucents y, en realidad, de siempre, una breve reflexión que repase los límites nada estrechos de esa actividad pública en permanente erosión, desde aquellos tiempos en los que en cada azotea, de los barrios populares de la ciudad, al menos, casi sin excepción, solían los vecinos celebrar juntos la revetlla de Sant Joan e instalar una hoguera monumental en cada cruce del Ensanche. Frente a esa realidad, los protagonistas de Art representan una vida doméstica, recluida, ajena a la vida ciudadana, y llena de malentendidos, rencillas, heridas no cicatrizadas y no poca mala leche, vertida a propósito de la decisión de uno de ellos, el mejor situado, un existoso dermatólogo, de comprar un cuadro blanco por 200.000€, ¡un Andrews! Pronto advierte el espectador, por el tono cómico de las interpretaciones, que va a presenciar un espectáculo despiadado en el que saldrán a la luz las miserias de tres amigos cuyas relaciones, por parejas cambiantes, nos ofrecen un entretenido juego de complicidades y de desencuentros que nos permitirán calibrar, muy desde fuera, lo que podríamos llamar la "radical insinceridad de las relaciones humanas cordiales", un eficaz disfraz para mantener la "paz social" y la armonía entre los seres humanos allegados. Art es una pieza teatral eminentemente cómica, a pesar de las relaciones humanas profundas que analiza con absoluto rigor y no poco desencanto. Hay, sí, humor negro, ciertamente; pero la gran vena humorística de la pieza surge de lo que podríamos llamar los pequeños y casi intrascendentes acontecimientos de la vida cotidiana, como la propia compra del cuadro o el inminente casamiento de uno de los personajes. Pocos días antes de ir a ver Art, había vuelto a ver, en la TV, Un dios salvaje, la película de Polanski sobre otra obra de Reza, Le Dieu du Carnage, con la que la presente tiene mucho que ver tanto desde el punto de vista de la confección dramática como de la perspectiva crítica desde la que se aborda la vida cotidiana en una metrópolis moderna. Art ya se había representado en Barcelona con anterioridad en dos excelentes montajes, uno con Josep Maria Flotats, Josep Maria Pou y Carlos Hipólito y la otra con Ricardo Darín, Óscar Martinez y Germán Placios, ambas, ya lo he dicho, en castellano, y que por una u otra razón, no recuerdo bien, no vi. La traducción catalana, a cargo de Jordi Galceran, la representan tres actores, Pere Arquillué, Francesc Orella y Lluís Villanueva, dotados de una comicitat tan magnífica que las risas de todo el teatro forzaron más de un silencio de los actores y, en el monólogo extraordinario de Arquillué, incluso una ovación cerrada a mitad de la obra. Supongo que la condición de divos televisivos locales de Arquillué y Orella, el exitoso Merlí, algo habrá contribuido a que la obra se represente a teatro lleno cada día, pero la verdad es que el clima de comicidad que instalan los tres a lo largo de la representación es exactamente el que exige la obra de Reza. La aclimatación catalana de la obra, Maragall, Torregrosa, etc., está muy lograda y el catalán empleado fluye con la espontaneidad propia del mejor catalán coloquial alejado de esa tentación arcaizante que tan del agrado es de quienes hacen patria excluyente  del lenguaje de todos en estos días de quimeras políticas y nacionalismos de aldea. Los personajes, con quienes los espectadores conectamos fácilmente, porque, a fuer de individualidades bien perfiladas, tienen algo de arquetipos: todos somos amigos sí y tenemos amistades así, se van desnudando a lo largo de la obra a través de situaciones bien comunes en las que tampoco es difícil que alguna vez nos hayamos visto, si es que hemos tenido la valentía suficiente como para "aclarar" algunas de esas relaciones rutinizadas e insatisfactorias en las que permanecemos por comodidad o por miedo a las verdades que puedan ponerles punto final. Que la obra sea divertidísima de principio a fin no quita que se ventilen en ella visiones muy deprimentes del hombre contemporáneo, pero, insisto, se agradece que prime el sentido del humor del artefacto cómico por encima de las negruras del desencanto. Los tres actores han perfilado sus protagonistas con suficiente individualidad como para que apreciemos las tres psicologías bien diferenciadas con las que construye la autora su obra. Arquillué es, al parecer, quien más sorprende en su papel cómico, viniendo de papeles de villano en Aló3 que, por descontado, nunca he visto; Orella compone el suyo en un registro cercano al del profesor de Filosofía que interpreta en la misma televisión, a quien tampoco he visto en ella, y, finalmente, Lluís Villanueva, a quien vi en La soledad, de Rosales, en un papel también muy distinto del excelente que representa en Art. No descansa en su interpretación la función, pero ha de reconocerse que sirve como hilo conductor y catalizador de la necesidad de lavar los trapos sucios que sienten los tres amigos para revivir, más que revitalizar su amistad, herida de muerte por esa rutina que engulle todo cuestionamiento honesto sobre la verdad de lo que pensamos y sentimos de y por los demás, aquellos que, desde una relación tan profunda como la amistad, contribuyen poderosamente a la definición de nosotros mismos. Hasta el 19 de febrero hay tiempo para ir a ver esta maravilla de actuación que difícilmente decepcionará a nadie. La escenografía es tan simple como efectiva, y los cambios de escena están resueltos con una agilidad que hace corta la representación, pues no hay ni un momento de decaimiento o de impasse, todo progresa adecuadamente, como ya no se dice en la escuela, y tuve la sensación de que al público el final lo pilló por sorpresa, porque hubiera continuado acaso media hora más esa esgrima de floretes sin botón, dispuestos a batirse, como los duelistas de Ridley Scott, eternamente, hasta llegar a la última sangre, que no acaba corriendo, no se me asusten lo futuros espectadores. Vayan, vayan, que, ¡y no se le puede pedir más al teatro!, reirán hasta decir basta y pensarán hasta que el pensar les duela.

miércoles, 14 de diciembre de 2016

Elogio de la superficialidad



Ensayo y error...es.


A ver si lo consigo. El título ha salido solo, como si nada, coser y cantar, en un plis plas. Supongo que el recuerdo de algo leído, ¿acaso de Nietzsche?, ¿o me confundo con lo de la máscara como el mejor rostro?, me habrá impulsado hasta coronar tan breve marbete bajo el que intentar, ignoro con cuánta fortuna, dar cumplida cuenta de esa intuición: la calidad de lo superficial es algo digno de elogio. Ensayo cómo se escribe un ensayo y me acojo al método científico del "ensayo y errores..." por los que no pediré disculpas, está claro. De que es grande el atrevimiento de este observador compulsivo de la vida cotidiana no cabe la menor duda; y menos aún de que puede que me haya metido en el famoso callejón sin salida, de tan bello nombre catalán atzucac, de origen árabe, az-zuqâq, "calle estrecha", y sin salida, supongo, como la chiquillería esa del prusés. Un conocimiento etimológico, por otro lado, al alcance de una simple orden de búsqueda en Google, donde, con todo, no es tan fácil encontrar, como parece, todo cuanto se busca. Pero sigamos con la superficialidad. Tiene mala fama. A todo lo superficial  le cae encima una tonelada de desprecio funeral. Sin embargo, la superficie corporal es donde recibimos las mejores estimulaciones eróticas, por ejemplo; o la superficie abrillantada, llena de reflejos inverosímiles, de un coche nos seduce para comprarlo, además de muchas otras características, está claro; ¡y lo agradecidos que les estamos a las pulimentadas superficies de los espejos de los escaparates donde confirmar nuestro mejor perfil o nuestra apostura y galanura o el perfecto corte del traje que estrenamos o el gorro que nos cobija del frío de los eneros, un mes al que la cuesta pluraliza que es un primor y un helor, del corazón y de la cartera; y en una gran superficie consolamos nuestra sed de compras los sábados por la tarde; ¡y cómo agradecemos las palabras superficiales de una conversación de compromiso, es decir, donde menos comprometidos nos sentimos! Se advierte enseguida, así pues, que lo superficial desempeña un cometido sustancial en nuestras vidas. Me atrevería a decir que la superficialidad es algo así como una manera de vivir, casi una profesión de fe, e incluso me atrevería a decir que los superficiales formamos una clase social, muy distinta de la de los "profundos", esos "fundidos en la probeta" del laboratorio de la distinción, el rigor, las alturas intelectuales, las severidades académicas, las ideas trascendentales, y el desprecio a los superficiales, está claro. La superficialidad no es atributo que pueda adquirirse, sino marca indeleble de nacimiento y de contexto, si esta palabra no fuera, per se, un término propio de los profundos, y de ahí que me arrepienta de haberla usado, así como también ese latinismo que me atrevo a usar porque incluso entre los latinismos cabe la distinción entre superficiales y profundos: todos decimos per se, casi con insultante poderío, como con beodo entusiasmo se repite a ebrio coro lo del in vino veritas, pero apenas nadie dice cálamo currente, salvo los profundos... Ser superficial hay que saber llevarlo; del mismo modo que un clásico, Zabaleta, si mal no recuerdo, decía algo así como que hay que saber saber, algo que no se nos puede imputar a los devotos de la superficialidad.Quienes estamos enamorados de la superficialidad solemos tener pocos problemas y menos controversias, y hasta podríamos ser buenos políticos, políticos "de raza", con fundamento, políticos enraizados en la maceta más plana del bosque social. Lo acostumbrado, en nuestra sociedad, es juzgar a partir de la superficie, porque son innúmeras las superficies que no admiten honduras en las que sumergirse, sencillamente porque la superficie es frontera y estado al mismo tiempo, es decir, todo lo que hay, sin más, por más que a quienes calzan coturnos en el abismo les parezca delgado terreno en el que indagar razones y reducido escenario en el que representar raciocinios o endilgar proclamas. Huy, huy, huy..., esto de las metáforas y las comparaciones me parece que tiene más de laberinto que de muleta para el discurso. De repente repto, me ha parecido, y no enmascarado... Sí, algo de reptil hay en lo superficial. El trato exige suavidad en el contacto y ausencia de garras o pezuñas, porque no todas las superficies pertenecen al reino mineral. ¿Se cae en la cuenta lo suficiente en que una prenda de ropa se aprecia mucho mejor cuando se palpa su superficie y se comprueban cualidades que la vista no sabe apreciar? ¿Y qué diríamos de los alimentos, la superficie macada de algunos de los cuales es capaz de provocarnos hasta cierta repugnancia? La textura, que nada tiene que ver con el contexto mencionado ut supra (¡he aquí una buena dosis de superficialidad tecnocrática latinizante, por cierto!), de los alimentos, ¿no es la razón de ser de una palabra tan pegada a lo superficial como "organoléptico", aunque poco sobada...? Por la superficie de las peras o de las fresas o de los melocotones, por no hablar de la cuarteada de los higos más dulces, nos paseamos con la aprensión o la confianza de quienes esperamos ver confirmadas en ella las señales de la sanidad y el placer anticipado del gusto. La tez del rostro, ¿no es acaso la culminación de los estratos orgánicos que la posibilitan? Y nadie va a discutirme que nos enamoramos de esa superficie (unida a la del resto del cuerpo, sea vea o no) cuyos propietarios tanto trabajan para acrecentar su buena presencia y su mejor cara, disimulando defectillos de trazado y realzando, si ello cabe, las perfecciones generosas de la naturaleza que da, frente a la Salamanca de la cirugía estética que presta en falso; y en modo alguno nos enamoramos de macizos músculos, de soberbios tendones, de corrientes venas, de anfractuosos huesos y de adipocitos oportunos, por más que todos ellos juntos contribuyan a los fundamentos de la superficie donde nos recreamos con delectación probada, como ocurre con las personas hermosas que suelen castigarnos las cervicales cuando con ellas nos cruzamos por la calle... La superficialidad de la Tierra, resuelta en esos paisajes de todas las formas posibles ante los que nos extasiamos, como si nuestros ojos fueran manos que nos permitieran acariciarlos, recorrerlos como los niños la superficie de los juguetes primeros de la más tierna infancia, ¿qué es sino ejemplo acabado de lo más propio de lo superficial? De alguna manera, y aquí el ensayista se lanza a la pirueta, todo lo importante en esta vida es mera superficie, y el arte de saber apreciarlas, en todos los órdenes de la vida, nos colmará de relajada felicidad. No es fácil, que conste.