lunes, 27 de junio de 2016

Vivian Maier: Fotógrafa de calle y de sí misma. Una exposición memorable.





Vivian Maier: una vida oscura de fotógrafa luminosa...

Dada la ilustración fotográfica de mi perfil, recordada ut supra, a nadie le puede extrañar que fuera con anticipado gozo y robusta preconvicción placentera al encuentro con las fotografías de Vivian Maier en la sala de exposiciones Collectània, sita en la calle Julián Romea, quien fuera excepcional actor murciano en el lejano y bullente ochocentismo de esta ciudad, donde tan grata memoria dejó de su buen hacer, como lo atestigua que uno de nuestros principales teatros lleve su nombre. Leí la noticia en El País y enseguida me sentí atraído por esa virtud ahora recompensada post mórtem, lo que garantizaba in vitam una dedicación insobornable al arte de la fotografía, sin la perversa mediatización del estigma de la fama que tantas carreras artísticas echa a perder. Vivian Maier era una fotógrafa de calle, atenta tanto a sí misma como a cuanto la rodeaba. De hecho, sus autorretratos en sombra, en la que se perfila el inconfundible sombrero, el abrigo y los brazos en jarra para sostener la cámara a la altura del abdomen constituyen algo así como una marca de fábrica, una señal de identidad, un auténtico copyright identificador que puede compararse con la clásica silueta de Tati, el perfil de Hitchcock, las gafas de Woody Allen o el canotier de Chevalier. Son frecuentes, además, los autorretratos que juegan con los reflejos y los espejos, creando juegos de perspectivas que incluso hacen dudar al espectador del lugar exacto de donde ha sido tomada la fotografía.
La exposición es lo suficientemente representativa de su evolución como fotógrafa y como filmadora, porque también se incluyen filmaciones con un valor documental próximo al de la mayoría de sus fotografías, que captan instantes de la vida cotidiana en las calles de Nueva York o de Chicago. No se trata de composiciones cuidadas, elaboradas, porque Maier está atenta al instante de lo que sucede ante su cámara, siempre alerta y captando, por lo general, imágenes "robadas" y llenas de auténtica vida urbana, con una estética en blanco y negro que nos remite al instante a los excelentes encuadres del mejor cine de los años cuarenta y cincuenta, en la que tan memorables películas se rodaron. La sensibilidad social de Maier, así como el exquisito gusto por el retrato psicológico permiten disfrutar enormemente en una exposición cuyo éxito de público atestigua el valor de su trabajo.  Después de haber visto hace poco Trumbo, en la que Kirk Douglas tanto papel tiene como productor y actor principal de Espartaco, llaman la atención las fotos del estreno que hizo Maier. A veces, la niñera profesional que fue Maier está tan atenta a lo sorprendente, que se acerca a lo real maravilloso, como la escena del jinete sobre una suerte de percherón bajo el metro elevado o el elegante mendigo negro llevando de la correa un bóxer blanco.
A mí, tan observador de lo cotidiano mínimo, me han parecido maravillosas esas fotos de detalle en las que aparece un peinado femenino visto por detrás o la foto de cintura para abajo de una pareja que se coge de la mano, dos brazos hipercontrastados, el de la mujer y el del hombre, de alabastro el de ella, oscuro, nervudo y venoso el de él. Tengo predilección, así mismo, por esas fotos que juegan con los reflejos en los charcos y que tanto me recuerdan una escena espectacular de Charles Laughton pisoteando, borrachín, la luna en los charcos en la increíble película de David Lean El déspota, que aprovecho para recomendar vivamente. Hay una en la que unos rótulos luminosos de la calle se reflejan en una banda de agua que parece abrir una sima en la calle, en el vacío de la cual parecen colgar como por arte de magia...
No tengo conocimientos técnicos para valorar la perfección o imperfección de las fotografías de Maier, pero está claro que es capaz de captar la atención del espectador y de satisfacer todas las expectativas con que acuda a la exposición.   Dentro de esa fotografía-verité, digámoslo así, en terminología cinematográfica, hay verdaderas escenas impactantes, como la de la discusión de una pareja mientras a su lado, con el resto de la calle desierta, pasa otra que se afana en no querer enterarse de lo que en esa discusión se ventila, aun a pesar del tono amenazador del hombre, que acorrala a la mujer contra la pared... Imposible "enfocar" una escena que a buen seguro ha captado de forma subrepticia, y de ahí su impactante valor documental. La sensibilidad de Maier por el vestuario, los rostros, los objetos, los edificios, por la vida común en general, nos permite tener una visión bastante cercana de la vida cotidiana en los años que se recogen en la exposición. Luego están, a modo de juego, algunas fotografías en las que Maier se "inserta" en la celebridad, a través de su reflejo en algún cuadro de una serie de actores y actrices célebres, por ejemplo, en una técnica que emplea con frecuencia, como la de introducirse en los escaparates a través de su presencia en las superficies reflectantes, sean espejos u objetos metálicos. Hay, ciertamente, algunas fotografías en las que se advierte el esfuerzo compositivo, pero, al margen de los juegos de mise en abyme a través de los espejos, esa artificialidad suele perjudicar las tomas. Maier es más ella misma en el espacio exterior que en el interior. Es raro que en sus auterretratos sonría, pero hay uno de ellos, en los que aparece reflejada accidentalmente en un espejo que sostiene un obrero en que tal cosa sucede, acaso como muestra de felicidad por la oportunidad cazada al vuelo. En resumen, se trata de un "descubrimiento", de una artista que lo fue toda su vida sin que jamás fuera reconocida por ella, lo que la dota de una veracidad y de una libertad creadora que se manifiesta con todo su esplendor en la exposición que visitamos mi Conjunta y yo.
     

lunes, 6 de junio de 2016

Entre correr y caminar, ¿acaso trotar...?


Recorrido atlético y neuronal: Enigmas del arte urbano, urbanidad del deportista esforzado por los meandros de la memoria..

            El debate entre pasear y correr lleva camino de convertirse en lo de los galgos y los podencos, en una variante del bizantinismo o en un emocionante capítulo de la vieja disputa sobre el sexo de los ángeles. Mientras, yo corro. Y corriendo, volví, después de tres meses de penalidades físicas varias, a atreverme con mi "circuito" de fórmula uno: Gran Vía, Montjuïc por Pueblo Español, Estadio Olímpico, hasta la bajada a Poble Sec y vuelta, total: seis tramos de cuestas exigentes y catorce quilómetros que en otro tiempo eran de "coser y cantar" y ayer fueron de callar e hilvanar. Hay a quienes les pirra el monte bravío para la práctica atlética. A mí me priva la ciudad, porque, despejado de cascos, no pierdo comba de cuanto ocurre a mi alrededor, y, a veces, de cuanto les ocurro yo a los demás, teniendo en cuenta los tramos en que comparto la calzada con automovilistas de todo pelaje y todos sentados (sí, también entre ellos algunos toros sentados, como ya lo escribí en su día). Montjuïc ha pasado de ser un espacio olvidado a devenir centro de curiosidad turística, espectáculos de masas y notable actividad deportiva, olvidada ya su condición de circuito de carreras de la Fórmula 1 tras la edición de 1975 en que murieron cinco espectadores. Aún hoy, a pesar de las prohibiciones municipales, algunos automovilistas y motoristas que sufren el cáncer de la velocidad confunden sus rectas con rectas de tribuna. En fin, a trote cominero llegué donde realizo, tras el calentamiento inicial, los estiramientos, frente al Pabellón Mies van der Rohe, y allí me llevé la primera gran sorpresa/enigma de la tarde: frente a la fachada del singular edificio racional han levantado ocho columnas de barriles de petróleo, perfectamente alineadas, no se sabe si en actitud de homenaje, de crítica, de desafío o sencillamente que pasaban por allí y les gustó la explanada y allí se instalaron, para servir de farolas a cuanto ejemplar canino se esparce por ella. Mientras estiraba lo habido y por haber, que es el fundamento de la longevidad corredora, di en pensar, porque el enigma lo requería, si esa "instalación" no sería una crítica antinacionalista, tomando como referencia las columnas postfontem de Puig i Cadafalch, cuya tersa lisura contrasta, sin duda, con el retorcimiento barroco de la síntesis de arte, naturaleza, ciencia ¡e identidad! de las cuatro columnas de le UAB, obra de Andreu Alfaro. El caso es que mientras estiraba sóleos, abductores y aductores, isquios, cuádriceps, vastos externos, psoas, glúteos, etc., no dejaba de darle vueltas al significado de esas ocho columnas altísimas de barriles de petróleo frente a un edificio tan sereno, pulcro  y relajante como el pabellón Van der Rohe. Que había una crítica feroz del sistema no había duda, porque la falta de belleza del conjunto,  así como la antiinspiración de la obra, lo daban a entender de buenas a primeras. Hasta diría que en algunos de ellos aún se apreciaban restos del oro negro... Pensé, osado, que constituían algo así como un "altar mayor" de la civilización que conduce a la destrucción del planeta, como un homenaje a la bárbara deidad a la que rendimos culto y vasallaje casi cada día y, eso seguro, cada ve que cogemos el coche, la moto, el barco, el autobús, o pedimos una bolsa de plástico en el súper, aunque nos la cobren. Mal augurio fue. Me temí lo peor. ¿Acaso acabaría volviendo a pasar por el miso sitio, casi hora y cuarto después lesionado, renqueante, cojitranco? Moderé el trote cominero y ataqué la primera cuesta, la del Pueblo Español que los catalanistas quisieron bautizar como Iberona para la Exposición del 29, si bien durante la Dictablanda lo rebautizaron como Pueblo Español (¡Y confío en que SíSíColau o secuaces adjuntos no lean este blog...!) y así se ha quedado, del mismo modo que se bautizó como Plaza de España lo que fue durante mucho tiempo El Turò de la Vinyeta. De pocos años acá, ¡qué vuelco el del Pueblo Español! Parecía camino del ocaso definitivo y cuando BCN comenzó a ponerse de moda, literalmente llovieron los turistas que lo han revitalizado. De aquella decadencia que vivía el recinto me vino a la memoria, relativamente corto de respiración y sobrado de jadeos como iba, el recital patético de un Camarón consumido ya por el efecto devastador de las drogas y, sin embargo, lleno de una jondura y un duende que han sido irrepetibles desde que él desapareciera, una actuación seguida con impío desinterés por casi la mitad de la audiencia "joven" cuya presencia en aquel acto me resultaba inexplicable, casi tanto como la del maestro. Pero esos caprichos tienen los programadores y esos peajes han de pagar las estrellas en declive. Al recuerdo le siguió otro, el del espectacular trabajo de Óscar Jaenada representándolo en la más que excelente película biográfica de Jaime Chávarri. Y seguí "parriba", como suelo escribir en mi agenda de entrenamientos..., hasta llegar a un estadio olímpico en el que habría algún concierto familiar, a juzgar por la cantidad de familias con niños pequeños que se arremolinaban a las diferentes entradas. Pocos días antes había actuado Cold Play, y asocié el título de la crónica con lo que estaba viendo: "Con Cold Play en la guardería", que algo de mala leche sí que tenía... Pasado el Museo Miró me percaté de que el ritmo estático que había imprimido a mi trote cominero me estaba permitiendo salir con bien de mi absurdo empeño: pasar de correr entre 9 y 10 km en cinta a una tirada exigente en cuesta de 14km, pero "eso soy yo", entre otras cosas: el absurdo hecho decisión valiente. Bajar hacia el puerto, pasado el exclusivo Hotel Miramar, es lo más parecido a hacerlo por una avenido de Beverly Hills, con las palmeras a un lado, el jardín Costa i Llobera en la pendiente y al otro lado los riscos por los que resulta imposible trepar hacia el castillo. Y al fondo el puerto. Y en él un buque crucerista exhalando unas tufaradas de diesel requemado que, por un momento, pensé que serían las responsables de obligarme a abandonar mi aventura... Me acordé, claro está, de los neumáticos de Seseña, pero, en este caso del turismo naviero, esas tufaradas las ampara el Ayuntamiento, que cobra sus buenos dineros a esas cruceros, sin que a la alcaldesa SÍSÍColau se le haya oído ninguna intervención urgente para poner remedio a una fuente de contaminación tan hediente como pudiente. Lo que estaba claro era que, en el camino ascendente de vuelta, no iba a "poner una marcha rápida" que me permitiera alejarme "a todo correr" de aquel humo tóxico y negro que la enorme chimenea del crucero expelía, como burlándose de los poderes municipales. Regresé como pude y, al llegar a la fuente pública del Hotel Miramar me refresqué y afronté con entereza los últimos quilómetros de mi aventurilla. Al pasar por CaixaFórum advertí que no habían cambiado aún la exposición de la Phillips Collection, y me acordé de la conferencia, a la que sopesé si asistir o no, cuyo provocativo título podía albergar maravillosos lugares comunes de la idiocia: "Alumnos boquiabiertos o alumnos bostezando". La reflexión pedagógica ha acabado convirtiéndose en una rival del Dadaísmo. Luego ya, con la contenida euforia de haber sido capaz de aguantar la hora y media de trote, me olvidé de todo y volví al refugio donde la bestia ilesa buscaría su alimento, su bebida y su descanso.