Contacto casi furtivo y masificación resignada: Montserrat de paso.
Después de llevar viviendo en Barcelona más de cuarenta años, hasta ayer nunca había subido a Montserrat. Sé y no sé por qué, teniendo en cuenta la admiración estética que siempre he profesado a ese macizo montañoso que se me lleva detrás la vista así que me aparece en el horizonte visual cuando voy o vuelvo hacia y de Madrid. En parte, algo tiene que ver un refrán: No és ben casat qui no ha estat a Montserrat, pues desde que lo conocí supe que el sentido religioso de la montaña y mi sentido agnóstico de la vida no tenían nada que ver, y mi repudio al vínculo matrimonial me hacía enfadoso pagar tan fuerte peaje como la visita en cuestión. El secuestro que de Montserrat ha hecho el famoso monasterio benedictino, y su virgen de barniz deslustrado, donde Franco fue recibido gozosamente bajo palio, también ha influido lo suyo para sentir cierta aversión a la visita. Estéticamente, sin embargo, tan emparentada con el paisaje turco de la Capadocia y con la ciudad encantada de Cuenca, reúne todas las condiciones para depararme una hermosa experiencia de caminante enamorado de la belleza natural, esa tan trabajosamente formada por la evolución del planeta a lo largo de su ajetreada historia planetaria, y con la que tan difícil le es competir a la artificial de la raza humana.
Ayer se trataba de una visita "de paso", un alto en el camino a Manresa, adonde hube de ir en el ejercicio de taxista honorario de la Sociedad Limitada de la que formo parte. El plan, visita matinal, almuerzo en Monistrol y regreso a Barcelona hacía vísperas me parecía suficiente para romper un voto no formulado y dejarme seducir por un paisaje que siempre he admirado. La mejor decisión de la visita fue subir al macizo en el famoso tren cremallera, una variante del ferrocarril, el de alta montaña, que bien merece pagar lo mucho que cuesta el billete, porque constituye una singular experiencia. Desde la propia estación de partida se advierte ya que Montserrat es un destino turístico de primera magnitud, y que si llamó la atención de Humboldt, como se la llamaron también esos dos maravillas que son El Teide y el valle de la Orotava, en nada ha de extrañarnos que se pueble de devotos jubilados, japoneses de delicada tez, colegios franceses que les pilla a tiro de piedra y otros especímenes varios del turistaje, como nuestra propia Sociedad Limitada. Que conste que incluso Himmler visitó Montserrat, convencido de que en las dependencias de la abadía se custodiaba el Santo Grial... Es decir, que de ninguna de las maneras los senderos del macizo invitan al recorrido en recogimiento y afán de trascendencia... Incluso un par de jovenzuelos angloparlantes nos pidieron a mi hija y a mí un selfie, al que nos prestamos no sin mi protesta: But I'm so ugly...que les alegró, pues lo rieron con jocundidad, el resto de su itinerario... El día soleado y despejado permitía ver las nieves de los Pirineos, cuyo nombre, sin embargo, está asociado al fuego, pirós, por la sensación de estar en llamas que producía el reflejo del sol poniente en la nieve..., y disfrutar del largo camino hasta uno de los extremos del macizo, el de San Jeroni, a cuya cima, por estrecheces de horario, no pudimos ascender, quedándonos apenas a un cuarto de hora de ella. Las más de dos horas de paseo dieron de sí, sin embargo, para disfrutar de un paisaje cárstico monumental al que fotografié poco pero con aplicación, queriendo creer ingenuamente que era el primer contemplador de dichas maravillas o, en su defecto, que era el primero en hallar un encuadre no captado con anterioridad. En cualquier caso, lo aconsejable es dejarse impregnar por el paisaje y aspirar a respirar al unísono con él, algo que no lo facilita la urbanización del sendero, pero no era día de aventura, sino de tímido primer encuentro.
El búho de Minerva |