lunes, 8 de febrero de 2016

Am(b)os de casa...

             
Santiago Caruso

Compartir las tareas domésticas o reunir las dos mitades del cielo...
    
      A propósito de la referencia de Juan Poz a un artículo de Joan Subirats, Los lunes en casa, en su Clónica del año 2, se me hizo evidente que en este observatorio de la vida cotidiana nunca me había detenido a hablar, sino muy tangencialmente, del reparto de las labores domésticas entre las parejas heterosexuales, porque en las otras variantes, gays y lésbicas, parece estar bastante más claro el asunto, salvo actitudes retrógradas beligerantes que no hacen verano. Hubo un anuncio bien intencionado de un Ministerio de Asuntos Sociales en el que se intentó concienciar a los hombres de sus responsabilidades en el hogar: se veía a un hombre limpiando y encerando con auténtico mimo su coche, y se concluía: "Está claro: sabes limpiar". Yo llevo el coche hecho una porquería y, sin embargo, tengo "mi" cocina como los famosos chorros del oro de toda la vida. Es muy probable que no haber tenido hermanas haya condicionado mi visión de los asuntos domésticos y que mi temprana iniciación en esas actividades, en todos sus muchos campos sea para mí, por así decirlo, lo más natural del mundo, como siempre me lo pareció. Reconozco que siempre he soñado con ser "amo de casa", que el hecho de permanecer mi madre en ella, cuando todos los demás habíamos de salir a cumplir con la "obligación", me parecía el colmo de la transgresión social, un premio extraordinario. No es políticamente correcto, pero siempre soñé con la posibilidad de ser exclusivamente "amo de casa", pero jamás me relacioné con el tipo de mujer que me lo podía haber permitido. Es un trabajo agradable, variado y, si se administran los dineros comunes, todo un ejercicio de elaboración y aplicación del presupuesto que me río yo de cualquier ministro de Hacienda de los que hemos tenido. En cualquier caso, incumplida la vocación, sobrevivió la dedicación, y mi experiencia me dice  que los hombres que renuncian a encontrar un grado de satisfacción personal enorme en esas actividades están perdiendo una excelente ocasión de divertirse y mejorar su relación de pareja. Que conste que las actividades relacionadas con la limpieza, el orden, la higiene y la cocina ni son simples ni fáciles, y que exigen una dedicación intensa, casi profesional. Por decirlo en términos comprensibles, se ha de pasar en la sección de droguería bastante más tiempo que en la vinacoteca, y elegir con mayor cuidado. Cada superficie requiere un producto y esas especificidades se han de tener muy en cuenta. La gama de productos de limpieza es tan extensa que solo el ensayo científico controlado, prueba y error, nos permite afinar la selección. Con todo, hay conocimientos fundamentales, como no usar lejía para el parqué y sí el aceite de linaza, para los que, aun pudiéndose alcanzar de forma autodidacta, es muy conveniente tener una sólida fuente de información a nuestro alcance. Antes eran las madres, por supuesto. Ahora, internet. Dentro de una casa nunca se acaba el trabajo, y desarrolla la creatividad y la responsabilidad la búsqueda de estrategias que nos permitan afrontarlo como si todo, cualquier tarea, por humilde que sea, se hiciera por primera vez, lo que lleva a comprometerse con ella y realizarla con el mayor de los esmeros. [Nota incidental: en el transcurso de esta redacción he sido invitado a doblar las sábanas con mi Conjunta y lo he dejado todo inmediatamente. ¡Menuda tentación la de ese juego de la tela ondulando en el vacío entre ambos como un mar embravecido -las sábanas, además, son azules- que nos abanica! ¡Menuda operación de precisión la de juntar las esquinas y evitar, con enérgico tirón, los pliegues rebeldes de la tela, a lo largo y a lo ancho! Y, finalmente, como en un minué, acercarse dos veces y separarse para doblarlas de modo que quepan en el estante de la cómoda, robando un beso en cada doblez...] No hay labor del hogar en la que no pueda hallarse un atractivo particular. Mi debilidad, ya creo haberlo dicho en otra ocasión, es cocinar, pero aún lo es más recoger la cocina. Aun disponiendo de lavavajillas, fregar los platos y la batería me sigue pareciendo uno de esos placeres impagables, y cuanto más llenos están los generosos senos del fregadero, mayor es el disfrute. Soy demasiado generoso con el detergente, es cierto, pero quizás ello se deba al placer inmenso con que sigo el aclarado, ese imperioso acoso del agua a la espuma que hace emerger impoluta la pieza, sea un vaso, un bol, una sartén o una olla...  Incluso en estos tiempos, teóricamente más avanzados en la igualdad entre ambos sexos, soy consciente de que mis dedicaciones domésticas levantan ampollas en según qué parejas las conocen, porque el solo hecho de ser jefe de intendencia y jefe de cocina, supone ya un alivio para la otra parte contratante de primerísima magnitud. Si a esas responsabilidades se les suman "minucias" tan tentadoras como tender esas lavadoras nocturnas cuando en la terraza se rozan los 6º sobre cero, con un proceso de selección del orden de la ropa en función de las tres filas del tendedero, de modo que se aproveche de la mejor manera posible la circulación del aire entre todas las piezas para su mejor proceso de secado, pues entonces he de reconocer que comienzo a sentirme como un abusón sin piedad para con quien entre atónito e iracundo no deja de pensar que soy un calzonazos exhibicionista que solo he venido a este puto mundo para malquistar la convivencia de los demás... Y eso es, precisamente, lo que me lleva a no hacer la apología del placer de las labores domésticas "en vivo", porque conozco de primera mano las irreparables consecuencias que puede tener una acción bien intencionada: ser otro adoquín del empedrado infernal. Lo que sí puedo garantizar es que compartir totalmente las labores domésticas sin parcelas exclusivas es el fundamento más sólido, siempre después de la pasión amorosa, por supuesto, para la duración armoniosa de la convivencia con la pareja.
No ignoro que mi caso puede ser raro estadísticamente, y que la "norma" es que muchísimos hombres hayan renunciado, por comodidad y sultanería casposa, a "hacer suya" la casa y cuanto en ella es preciso hacer, que no es poco, y más si hay hijos de por medio. Para denigrar a quienes somos capaces de incluso hallar placer en esas labores se inventaron términos como "cocinillas", coloquialmente, o como "varón domado", que puso Esther Vilar como título a un polémico libro, más propiamente antifeminista que antimachista. Con todo, creo que va en aumento la cantidad de mujeres que ya no están dispuestas a la doble esclavitud, dentro y fuera de casa,y que hacen bien en no tolerar que el mundo de las labores domésticas sea, "por definición", un mundo femenino. Lo que muchos hombres ignoran son las sutiles recompensas que ese mundo nos depara... Descubrirlas sí que sería toda una señora revolución en este país. Chica quedaría la demagógica de Podemos, comparada con esta otra tan real ¡y necesaria!

2 comentarios:

  1. Hace unas semanas hablaba con una mujer a la que no conocía en una comida de San Esteban. Era la madre (ya sesentañera) de algunos miembros de los que estaban allí ya independizados y alguna ya casada. Ella recordaba sus años de madre sola con sus hijos pues se había separado del marido y evocaba con disgusto las tareas de casa: la comida, la ropa, la limpieza. Nada de esto le gustaba. Ni ir de compras, eso que priva a tantas y tantas mujeres. Tuvo que hacerlo, claro está, no le quedó otro remedio, pero eso no significa que le gustara. Aduzco este testimonio para comentar que la devoción del bloguero por dichas tareas es un tema estrictamente personal que le enaltece, sí, pero no sirve para convencer de que dichas tareas sean gratas en sí mismas. Yo las detesto. Claro que voy a comprar (eso no me disgusta), hago la comida (tampoco me disgusta) pero eso de las lavadoras, el planchado, la limpieza de la casa (ay, pillín, pillín), el aspirador, el fregoteo, el repasado de rincones ... Y si a eso añadimos las reparaciones domésticas de cosas que se averían... pues es una mezcla que no puede parecerme más tediosa y ominosa. Que se le puede encontrar filosofía zen al lavado de platos, pues bueno. Y el planchado y doblado de la ropa también puede ser equivalente a la realización de un mandala, pero ¿qué quieres que te diga? Desde luego a mis hijas no les gusta y cuesta una batalla continua el conseguir que colaboren. El trabajo de la casa para mí no es grato y compadezco a tantas y tantas mujeres que lo tienen como impuesto de por vida. Dudo que pueda gustar. Claro que lavar los platos de vez en cuanto puede ser entretenido, pero por sistema, más todo lo demás. No creo. Lo que no quita que haya que hacerlo, claro.

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    1. Es el manido discurso de "las pequeñas cosas" en su vertiente auténtica, porque lo que está en juego en todo esto de las labores domésticas es algo trascendente: la capacidad para superar el tedio infinito de la repetición, que tanto amilana a tantos. Lo que sostengo, por si no se me ha entendido, es que hay algo de genuina creación poética en detectar la singularidad irrepetible de cualquier acto relacionado con las tareas domésticas, por más que puedan resultarles insulsas a muchas personas, algo que no se me ocurre poner en duda. Dada la inevitabilidad de las mismas, ¿no es mejor hacer de la necesidad virtud?

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