lunes, 29 de junio de 2015

Turista en la propia ciudad.


                          




     Extraño entre iguales.


        A la gente de libro nos cuesta salir de casa, porque en ella tenemos los mil territorios de nuestro particular turismo, y no necesariamente en forma de atlas o libros de viaje, aunque también. La modestia y austeridad de nuestros viajes chocan, sin embargo, con la intensa pasión con que los vivimos, cuando el material se presta a ello, claro está; e incluso, a veces, hasta sufrimos no pocos desengaños, como les ocurre a los turistas geográficos, que no a los literarios, los históricos y los artísticos, minoría selecta de quienes nos sentimos, desde la soledad casera, mucho más cercanos.
         Salir de casa una tarde de domingo de finales de junio y recorrer zonas de la ciudad en las que durante muchos años no hemos puesto siquiera el pie convierte al ciudadano en un extraño turista entre turistas que, como es de obligado cumplimiento, cumplen con su protocolo visitante no solo con impecable decoro, sino incluso con pulcro esmero. Si la hora es la de la cena, de ellos, y los espacios son los del barrio de la Ribera, de la Barceloneta y de la zona baja de las Ramblas, la presencia del lector en ellos le produce una sensación de irrealidad total, porque no es imposible que hayan pasado más de veinte años sin pasear por algunas de las calles de intestinal trazado del barrio de Ribera, donde incluso, en la lejana juventud de los 20 años llegó a trabajar, en el fantasmagórico edificio de la Delegación de Hacienda. 
        No quiero entrar en el debate identitario de lo que pueda suponer sentirse barcelonés alguien que, literalmente, vive de espaldas a su ciudad, salvo los barrios inmediatos a su domicilio, que sí patea por necesidad pero con gusto, del mismo modo como la propia ciudad vivió durante décadas de espaldas al mar que ahora ha redescubierto con la creación de la Villa Olímpica, privilegiada zona residencial para quienes pudieron pagarse pisos de exorbitantes precios entonces y ahora. 
       La sensación constante de redescubrir ciertos rincones, ciertos edificios, el propio pasado de uno en ellos con cuarenta años menos y una pajarera en la cabeza, junto a la extrañeza del desconocimiento de tantos comercios y lugares de restauración , así como del tipo de gentes que los recorren, esos extraños turistas que son calcados como clones y entre los que el paseante acaso, salvo por el moreno-paleta, no desentone; la sensación de que, a lo largo del paseo habremos de ponernos a ver cartas de restaurante para evaluar en cuál puede uno dejar sus sudados ahorros o el consuelo de la ducha que nos espera en el hotel tras la caminata..., todo ello irrealiza el paseo de los amantes del libro por esas callejuelas donde el capitalismo, a través de su siamés, el comercio, adquiere el rango de institución fundamental de las sociedades humanas. 

       Si se le suman al espacio las bicicletas, los patinadores, los skaters, los corredores y los descomunales triciclos rickshaw, y algunos tan tambaleantes como tempraneros borrachos qué duda cabe de que la sensación de claustrofobia e indudable peligro físico que siente el amante del libro en un paseo como el de la Barceloneta hacia el hotel Vela le hace añorar, a esas horas, la cómoda tumbona en la terraza donde leer a la fresca y subrayar con fresco ingenio todo aquello que apela a su sensibilidad y a su inteligencia, que no suele ser poco. Los lectores no ignoran, además, porque es noticia del día, que el Club Natación Barcelona, que posee la piscina cubierta más antigua de España, ha de venderla, junto con más patrimonio, para hacer frente a su 
millonario déficit. Que el paseante hubiera entrenado en ella, ésta de aquí al lado, cuando era joven promesa de la natación española añade un buen chorreón de nostalgia al incómodo paseo...

        La expresión "sentirse fuera de lugar" es apropiada, sin duda, por más que el lugar suela usarse a menudo para autodefinirse, e incluso para hacerlo por oposición a otros espacios mayores o menores: catalán no; barcelonés sí, por ejemplo, que he oído mil veces a tantos como defensa frente a la visión excluyente del nacionalismo identitario. El paseo me ha llevado a la constatación del inmenso esfuerzo de generosa fe que se ha de hacer para identificarse con algún lugar; el descomunal ejercicio de abstracción que ha de hacerse para que la geografía, y una Historia tergiversada, como lo son todas, te determine y fortalezca eso que Tsipras parece haber bebido en todos los perversos nacionalismos: la dignidad nacional y el orgullo de ser de donde eres, que no pasa, en el fondo, de un circunstancial estar donde estás, de tan limitado radio.

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