martes, 7 de abril de 2015

¿Tabú u olvido? Lo que se calla al encuestador


                                                             
La enfermedad es la gran preocupación de los españoles, por delante del paro y de la corrupción.

      El prestigio que tienen las enfermedades en la vida social de los españoles difícilmente lo tiene cualquier otro tema sobre el que nos desviemos a discutir unos breves momentos, para descansar del intenso y extenuante placer que nos depara sumergirnos en los pelos y las señales de lo que muchos entendemos, con preclaro fundamento, que es una señal que marca nuestra individualidad con mayor intensidad que una carrera profesional, un amor apasionado, un trabajo bicoca, un chollo mercantil, una afortunada jugada bursátil o una herencia inesperada. 
   Somos el mal que nos aqueja. Y podemos disertar sobre él durante horas, sin power point, sin guión y hasta sin ilustraciones gráficas ni gráficos ilustradores. Se trata de una identidad autoritaria que con dificultad admite el intercambio de historiales, porque es bien sabido que como nuestros males no hay otros males, que todos son mejores que el nuestro y de mejor pronóstico. Todos tenemos, no ya un médico, sino un "cuadro médico" que nos sigue como quien rastrea en las arenas egipcias la existencia de una tumba no profanada; del mismo modo que, ante un problema de orden legal, siempre exhibimos un plural "mis abogados tomarán cartas en el asunto", que nos encumbra poco menos que en Davos, aunque luego debamos hasta la piel que nos cubre para pagarlos. Así pues, no hay mortal que se nos acerque que no se acerque a la susodicha condición tras las dos horas preceptivas que lo hayamos tenido hiperventilado mientras seguía nuestras palabras intentando cada diez minutos, con el aire recogido, interrumpir nuestro relato par endilgarnos el suyo.
      Como en todo, hay especialistas de la descripción que son capaces de hacernos visibles las más mínimas manifestaciones del dolor corporal con un léxico tan minucioso como el del mejor fisioterapeuta o el más afamado traumatólogo o internista: no hay músculo ni hueso ni función orgánica que no halle en sus labios la palabra exacta que defina la afección. Recurrir al tecnicismo rodea de un aura misteriosa, paradójicamente, la naturaleza moliente y corriente del dolor. Una cefalalgia, como bien se sabe, es algo mucho más doloroso que una jaqueca...; y una orquitis..., bien, mejor cambiemos de mal...
      Que no hay dolor como el dolor de uno es lo más humano del mundo y todos miramos con cierta ironía cuando oímos el inapelable "pues anda que lo mío..." o el "calla, calla, que lo mío sí que es de nota...", que tanto incomoda sobre todo a quienes apenas han iniciado su turno narrativo y se ven apremiados a poner el famoso punto en boca que, a ojos de los demás, bien les gustaría que fueran cincuenta que nos la cosieran para no disputarles el protagonismo.
      Nadie ignora el dicho "personas enfermas, personas eternas" con que se suele concluir que los más quejicas son los más longevos; pero lo peor de ese axioma es formar parte de la longevidad sin enfermedad que nos distinga. Se genera una suerte de vergüenza difícil de apreciar por quienes van de mal en mal ganándole años a la muerte con un discurso invariable, y cuando el vergonzoso tiene, por fin, alguna afección curiosa con que presumir, su discurso es oído con la paciencia de quienes aguardan el turno, nunca con el mínimo interés a que la convivencia debería de obligar.
      La vida de mucha gente en este país gira en torno única y exclusivamente a sus padecimiento y a la rigurosa ingesta cotidiana de las medicinas con que los combatimos. Por eso me sorprende que en las encuestas no aparezca este asunto en los primeros puestos de la jerarquía de intereses, máxime cuando, como es el caso de los enfermos de hepatitis C, por ejemplo, han traspasado, los padecimientos, la frontera de la intimidad para convertirse en noticia de apertura de informativos y diarios. Que haya algo de estoica resignación a que, en el fondo, se considere como un asunto individual o a lo sumo familiar no lo descarto, pero sigue extrañándome que a la hora de establecer la jerarquía de las preocupaciones individuales por la que nos pregunta el encuestador nos neguemos a considerar que ésta sea la principal.
      Es difícil vivir de espaldas a esa realidad familiar que nos acecha constantemente. No hay conversación familiar por teléfono que no acabe o empiece por la descripción minuciosa del estado de salud. Como decía con gracia un colega cuando se le preguntaba protocolariamente cómo estaba: "Bien, ¿o quieres que te lo cuente?" 
      Aprender a vivir la enfermedad en el silencio es, sin duda, un aprendizaje que todos deberíamos hacer en las lecturas de los clásicos.

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