miércoles, 11 de febrero de 2015

ASICS... o tal que así.

                           

La edad de las gestas, los gestos y las indigestiones...

Ser socio de un club de fitness, vulgo gimnasio, es algo casi solo al alcance de las personas jubiladas, si el tal es de propiedad municipal, o eso es lo que el observador deduce nada más entrar en el infinito rectángulo en que se ordenan los artilugios de la tortura donde hervir, de infinitas maneras, el tejido adiposo para controlar un peso desmandado, un colesterol peligroso y un sistema cardíaco que nos pide piedad, fruta  y vegetales, por ese orden. Como ha ido a diferentes horas, puede atestiguar que solo a la de comer, entre las 14h y las 16h puede, el dinámico observador, ejercitarse sin tener que hacer cola ante algunos de los artilugios infernales que se disponen como los vía crucis. Va el observador entrando y saliendo de ellos, cada vez más agotado, y aun acogotado, cuando llega al área de las pesas y las poleas, y en todos ellos se siente reo convicto y confeso de alguna de los delitos usuales en estos casos: el ácido úrico, los trigliceridos o el azúcar, cuyo castigo se cumple en la intensidad de converso con que se entrega a la purificación ejemplar de la encarnadura de un espíritu infinitamente más ligero, y que hasta se avergüenza del estado en que lo tiene prisionero esa celda carnal elástica cuyas paredes se dilatan a golpe de calorías que ahora pretende hervir, como ya se ha dicho y poco se hace. A primeras horas de la mañana, entre 9h y 12h, y a últimas de la tarde, entre 19h y 21h, al observador le disgusta ser tan observado, porque el escrutinio evaluador que los viejos hacen unos de otros es todo menos compasivo, en el primer turno, y el asombro de los jóvenes relativos del segundo parece una colección de neones luminosos que parpadeasen: "¡Pero no se atreverá Vd., buen hombre, con ese peso...!" Y mientras tú demuestras, no sabes a quién,que para musculitos tú y que quien tuvo retuvo, ellos se acercan al monitor de guardia para avisar de algún posible accidente o incluso, según y cómo, de alguna urgencia. Como en toda sociedad bien definida por sus estatutos, un gimnasio es un microcosmos donde se da cita la generosa pluralidad de los caracteres humanos y donde, al atento observador, no le pasan por alto ciertas proezas, ciertas demencias y ciertas aberraciones, amén de ciertas obediencias al dictado de las modas.
          Vigoréxicos son pocos, con los que, ya jubilados, se tropieza el observador, aunque hay sus excepciones, por supuesto: esos viejos fibrosos de tableta marcada y atlética presencia que corren a 13 quilómetros por hora, se estiran como si fueran Nureyev y cargan 60 quilos para los cuádriceps en cinco tandas de veinte alzamientos; los mismos que marcan una resistencia de 15 en la bicicleta y se suben sobre los pedales culebreando la columna y moviendo los hombros al estilo Contador que es un primor, como si su aspiración fuera parecerse a Vigo...Mortensen.
         La mayoría caen dentro del orden de los panzoréxicos, un tipo sanchopanzuno muy del país, que en vez de andar por la montaña en la que está enclavado el club, se suben a la cinta, se agarran a la máquina en un abrazo deletéreo, marcan 5% de desnivel y caminan hacia las nubes con un ardor que desean se transmita a todos y cada uno de los lipocitos o adipocitos, esos de los que juran y perjuran que no saben cómo les han invadido el cuerpo, porque sus comeres son lo más parecido al ayunar... Cuesta mucho arrancar a un andarín de la máquina, y a menudo tapa el contador con la toalla para que nadie sepa cuánto tiempo lleva. La moda de los cascos con música propia hace, además, casi imposible la comunicación. 
      Con regularidad de sociedad bien organizada, cada hora la monitora jefa de sala dirige, para quien se quiera apuntar, una tanda de ejercicios de suelo, estiramientos y abdominales, que constituyen la más refinada tabla de crueldades que haya sido posible concebir. Son 20 minutos que equivalen a una condena de 20 años y un día. Quien haya sentido cómo se estrujan los abdominales hasta convertirse en tallantes de perforación comprenderá el dolor inhumano que se puede llegar a padecer en esa sesión de suelo sin otro aparato por medio que el propio cuerpo tecleado con órdenes precisas, escuetas y dominantes: y uno, y dos, y tres, y cuatro y cinco y seis y....
     La prudencia no parece virtud extendida entre los frecuentadores de estas salas torturadoras y el observador roza el grito cuando ve según qué extenuantes exageraciones sin poder reprimir una angustia que no se traduce en afán solícito de disuadir al  o a la demente, y menos aún en la imitación de tales barbaridades, en disparatada solidaridad.
     Contra lo que pudiera pensarse, hay acaso más  mujeres que hombres en esas salas.Pero cometen los mismos excesos. Como si las cartucheras se redujeran por ensalmo o el vientre se alisara por arte de birlibirloque. La constancia es la llave de las metamorfosis, pero en un gimnasio el paisaje humano es tan cambiante como inmutables los aparatos torturadores que lo amueblan.
      El observador va con tiento y con tacto, y todas las cautelas son pocas para no caer en lesiones que surgen como setas en octubre. Y así, no es extraño que a un tirón en los abductores le suceda una rotura fibrilar en el gemelo o una dislocación del hombro: gajes del oficio, se dice, mientras el masajista -¿cómo podía faltar la obligada figura del verdugo?-  completa la obra de destrucción de los nudos fibrilares con una clase magistral de tortura digital.
     Aún no he preguntado, en recepción, con cuánta frecuencia suelen subir las ambulancias para llevarse a los heridos en el grasiento combate. Un día de estos...

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