lunes, 21 de abril de 2014

La distancia necesaria


Periféricos madriles... 


                Desde el bigbángtico ombligo catalán, pasearse por los madriles periféricos durante una semana es un ejercicio de descomprensión que alivia los humores del cuerpo y serena las tensiones del espíritu. Marcharse a 600 quilómetros permite ver con  mayor claridad y aquilatar con más fundamento los juicios sobre la crispación que ANCtenaza Cataluña en estos tiempos de inflación patriótica more lepénico que sufrimos. Perdido en aquella generosidad espacial, hermana megalómana de  las aspiraciones imposibles de nuestros patrióticos frentistas, porque de donde hay no se saca, y bastante se opusieron en su momento al Ensanche de Cerdà, comprueba uno enseguida que si toda una autonomía equivale a una ciudad en población y en generación de PIB, lo que aquí sobra a raudales es complejo de inferioridad, y que los de los delirios de grandeza echan de menos que Barcelona no extienda su entramado urbanístico desde Blanes hasta Tarragona y desde el mar hasta Manresa, porque solo así podría respirar el alma nacional sin el corsé de las sufridas estrecheces geográficas que contribuyen, sin embargo, a hacer de Barcelona una de las ciudades más humanas del país, de España, claro está. He vivido en ambas, y ambas forman parte de mi intimidad. Amándolas por igual, he optado por vivir en Barcelona. Y siempre que visito Madrid me doy cuenta de lo necesario que es alejarse hasta la periferia para ver lo inmisericorde del centralismo nacionalista catalán. Al principio notaba enseguida que me faltaba la realidad cotidiana del catalán; hoy, es raro que pasee por mis madriles y que no oiga el catalán con una frecuencia que me resulte familiar, sobre todo por la zona de los museos, donde el uso del catalán crece exponencialmente. Estos días, además, he coincidido una tarde con mi hijo, quien había viajado con otros jóvenes barceloneses, el entusiasmo de los cuales por el Madrit contra el que de siempre les habían prevenido en el sistema educativo de éxito y en las familias carlistonas de algunos de ellos era indescriptible. Que aún hay mucho de provinciano, en el sentido peyorativo del término, en el catalanismo nacionalista sólo se aprecia cuando, como en el reciente caso de Mas, ni siquiera se atrevió a subir a la tribuna de los oradores en el Congreso para preservar la ficción de su solemnidad quiméricamente estatal. Envió a tres espadas melladas cuyos floreos dialécticos provocaron un serio deterioro en el antaño prestigioso buen hacer catalán, porque en buen decir nunca han sido pródigos... 
Paseando por Neptuno y el Congreso, no es de extrañar que los buenos nacionalistas consideren su país de opereta, frente a la consistencia de aquel edificio de tomo y lomo donde reside la soberanía nacional, la suya incluida, y que se sientan acomplejados ante las magnitudes. Una sola arteria, el Paseo de la Castellana, Recoletos y Prado añadidos, se impone de tal manera al paseante que no puede por menos que minimizar las polémicas secesionistas y reducirlas a lío de familia, quitándoles toda dimensión política. Del viaje hasta la periferia se sacan muchas conclusiones, y la contemplación de los espacios enseña bastante más de lo que parece. No sé si de Madrid se vaya al cielo; pero sí que desde Madrid se ven con nitidez los celos, que tanto, como se sabe, envenenan aun al mayor de los cuerdos.

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