viernes, 22 de febrero de 2013

Oriol Junqueras: Caspa, mendacidad y sacristía...


La demagògia xenófoba


Auténtico ejemplar de homenàs cataláunico, que este hombre, Oriol Junqueras,  triunfe entre sus seguidores básicos -ningún premium entre sus filas ni entre sus votantes, está claro- es de una coherencia paradigmática. Me entretuve en escucharle durante el famoso pleno de la declaración de soberanía y capté, creo, el porqué de su “gancho” electoral: no discurre, define. Su sintaxis es alérgica a la subordinación y, por lo tanto, a la complejidad. Podríamos decir que tiene un estilo apodíctico y un latiguillo “hoc ergo propter hoc” que le da la rotundidad de los grandes falaces. Tot plegat, un sacristán pontificando. Su latiguillo, per tant, introduce constante y burdamente falacias  que a él le parecen, sin embargo, el no va más del rigor razonador aristotélico En un artículo  lo ponen en su sitio y denuncian la impostura de su titulación doctoral, es decir, un sableador al que, si lo hubiera hecho en Alemania, le retirarían el saludo hasta los bedeles. Hemos de reconocer, aunque sea con un puntito de la mala leche que él ha provocado de forma conductista (o por su forma de conducirse), acción/reacción…, que si se paseara por España dando conferencias al estilo de la entrevista en El Mundo, llenaría circos, plazas de toros en verano y hasta recibiría alguna oferta de algún museo antropológico para poder exhibirlo, en cera, como ejemplar cataláunico par excellence, algo así como el heredero del català d’Ullastret, o ansí… Resulta abrumador tener que soportar especímenes cuya xenofobia adiposa roza lo delictivo. Confío en que una excelente dieta legal constitucional lo restituya a su aldea, donde podrá seguir divagando, por los terrenos de la historia-ficción-propaganda, que tan bien domina, con el mossén de su pueblo ante unos sabrosos picatostes con chocolate, o, en su defecto, ante una escatológica butifarra amb seques.  A la última, que conste, también me apunto yo, pero sin tan gravosa compañía.

domingo, 17 de febrero de 2013

Felicidad pedestre

La ciudad a nuestros pies...

Casi 20.000 personas han tomado la ciudad durante unas horas para disputar una carrera atlética de medio maratón (el femenino, media maratón, se debe a la elipsis de "la prueba de", que fuerza la concordancia). Es muy satisfactorio no solo el hecho de realizar  un esfuerzo considerable y exigente, sino que personas corriendo le arrebaten a los coches el protagonismo en la ciudad. Fundirse con la masa de corredores, manteniendo, sin embargo, la individualidad del propia esfuerzo, genera una poderosa descarga de endorfinas que se apoderan del corredor y lo llevan no diré que  "en volandas" hasta la meta, porque el bienestar difícilmente se traduce en un alivio de las  piernas castigadas, pero sí se traducen en un apoyo decisivo. Lo mismo cabe decir del abnegado esfuerzo de decenas y decenas de voluntarios que realizan los avituallamientos o acompañan con sus instrumentos musicales la dulce agonía de los corredores, y sin los cuales ninguna carrera podría celebrarse. Los conductores a los que les hemos chafado  el día, porque no se habían enterado de la pacífica manifestación atlética, viven mal nuestro secuestro de las calles donde ellos imponen su ley cada día, y a su gesto hosco,  y a veces desesperado, unen, los más incívicos, un concierto para bocina en cabreo mayor que hemos de soportar como mejor podemos. Cuando pasamos cerca de algún punto estratégico, donde concurren líneas de metro o de autobús, la presencia de vecinos, familiares y amigos, marcando el pasillo respetuoso, contribuye a darle sentido a nuestra voluntaria agonía. Les choca a los muchos enemigos del ejercicio físico que hay en este país, no sólo que  nos lancemos a correr a las  8'45 de la mañana, sino que incluso hayamos pagado nuestros casi 30€ por hacerlo. ¡Cómo no va a chocarles que antes de correr esos 21 Km "calentemos"el cuerpo durante 6 o 7 Km más, en una especie de demostración de poder que raya en el insulto a todos esos sillónfilos y sofáfilos para los que cualquier ejercicio cae dentro de lo estrictamente surrealista.
Si algo me ha llamado la atención de la prueba de hoy es que ¡por fin! los jóvenes parecen haber descubierto el placer de correr, y sobre todo "las" jóvenes, lo que alegra no poco un pelotón donde, hasta hace poco, la media de edad rondaba los 50 años.
¡Que  siga la fiesta!

domingo, 10 de febrero de 2013

Extravagancia, locura, sabiduría...


Seres marcados, territorio hóspito.

De buena mañana, cuando marcho lleno de energía al trabajo, gracias a las gachas de avena con leche de soja con que me desayuno, suelo tropezarme a menudo con una persona que desafía al frío vestido con una liviana chaqueta y con unos pantalones que le llegan apenas por encima del tobillo. Tiene una tontuna expresión beatífica que indica bien a las claras que habita un mundo distinto del de la mayoría de los mortales, entre los que me encuentro. Lleva siempre una bolsa de plástico colgando del antebrazo, pero ignoro qué guarda en ella, aunque bien pudiera ser comida para las palomas o para los gatos callejeros. Lo esencial, para mí, de esta persona es la costumbre que tiene, cada día, de recorrer la avenida arbolada por donde llego al trabajo, besando el tronco de cada árbol, agradeciéndole que estén allí, preservando la naturaleza, recordando que todo el terreno era suyo hasta que lo ocupamos con casas y calles, dejándoles el exiguo del alcorque, algunos de ellos llenos de colillas desde la prohibición de fumar en el interior de los edificios. El hombre sonriente los besa sin excesivos aspavientos, un beso cálido y breve, al que sigue  un abrazo mediante el que arrima su cuerpo al tronco para establecer un contacto íntimo, mas no turbador. Besándolos uno por uno recorre la vía como si fuera una vía gloriosa en vez de un vía crucis. Algunos ciudadanos que lo miran, como yo lo hago, no pueden reprimir la sonrisa de superioridad de quienes se deben decir que están cómodamente instalados en la razón frente al desamparo de la locura ajena. El mundo al revés, me digo. Y sigo mi camino.  Cuando me acerco a los árboles, saco la mano del bolsillo del abrigo y rozo la corteza de los plátanos majestuosos de piel lechosa. Y me siento otro.